domingo, 24 de febrero de 2008

Hazme lo que quieras

-Hazme lo que quieras.
La voz de ella –la mujer rubia- retumbó en mis oídos como si se tratase de un rayo entando por la ventana y resquebrajando los pilares de la casa que había abierto sólo para sus piernas, para que sus largas piernas se deslizasen por las baldosas hasta mi cocina.
Se perdió camino del salón y me dejó allí, cuchara en mano, removiendo la salsa de la cena. Lo que quieras, y lo que yo quería ahora no era hacerle ninguna salsa de pimienta que acompañase ninguna carne que no fuese la suya. No quería hacer nada que no fuera meter las manos entre su blusa y su piel, uña con carne, labio tras labio mezclados de sudor y sangre. Una vez me mordió tan fuerte, tan seguido, que acabó haciéndome eso, sangre, y era el único sabor que quería probar ahora.
Escuché sus tacones desaparecer y supe que ya había dejado a los flecos de mi alfombra jugar demasiado con los dedos desnudos y rosados de sus pies. Fetichista, sí, llámame lo que tú quieras, pero no podría describirte con fidelidad lo que sientes al ver ese primer plano de su talón impoluto que parece no contactar con el suelo jamás (el de ella, que tantos suelos ha pisado y a tantos ritmos ha corrido, que me hace perder la cabeza cada vez que traspaso el umbral –cualquier umbral de cualquier puerta- y lo veo ahí, desafiante, prepotente, alzándose ante mis ojos, retándome a masajearlo, a cuidarlo, a morderlo).
Ella –la mujer rubia- me incita a la lujuria más completa. Me despierta al animal que duerme dentro de mis entrañas y lo suelta en celo a correr detrás de sus ojos verdes y amarillos, lago apestado de nenúfares venenosos. Veneno, y nada más que eso. Pérdida de razón, de conciencia, de memoria. Abstracción de mis noches pasadas en otro cuerpo y en otra cama, en otra relación, en otra vida. Se tumba de pies a cabeza en mi sofá y se deja observar, sabiéndose diosa y musa de todo lo que escribo. Altiva. Con una rodilla en alto para abrirme siempre paso a sus secretos –ya nunca más- hirvientes. Y luego vuelve a susurrar... hazme lo que quieras... mientras muerde con mimo, con furia, los cuellos de mi camisa nada más rodear sus brazos con los míos, y se cuelga de mi pelo con las manos hechas garras.
El recuerdo de su boca por primera vez acercándose a la mía me recorre la espalda, de la nuca a los glúteos, en medio segundo. Cómo entreabre los labios cada vez que te besa, -a ti también, ¿por qué no?, si se lo pidieras- cómo pasea su lengua por los tuyos, dejándote un sabor a hiel, una sed infinita, una sal que sólo desaparece con su saliva, con el tacto de su piel, su cuello, su oreja, su pecho, su carne. Cómo te muerde el mentón y te clava los dientes en el hombro dejándote marcas que no podrías enseñar a nadie de tanto dolor como duelen. Una vez me mordió tanto el bíceps que se me puso morado, y otra vez me mordió en el dedo índice y me hizo sangre, y una chica que me encontré a la salida del baño pensó que me había cortado con un vaso. Porque eso es lo que tienen sus dientes de serpiente, que son tan afilados como el cristal de un vaso cuando se rompe. Y las uñas. Una vez me arañó tan fuerte en el costado que hasta se me hinchó y tuve que curármelo con alcohol porque me escocía menos que sus besos.Y te engancha, te crea adicción a todo lo que la rodea, a ese mundo que no puedes tener porque es sólo suyo. A las miradas de los hombres que se vuelven a verla pasar por la calle, al contoneo de su cintura cuando cruza el parque por delante de ti, sin mirarte (que ella no te conocerá nunca en la calle). A las ondas de su pelo saltando al compás del toc-toc de sus tacones, hasta que se queda descalza y te ofrece el pie sentada o tumbada, te lo pone en el muslo, te lo va subiendo por el vientre quieras o no .como las hormigas que te suben a la vez por dentro- te lo pone en un hombro y te golpea con él, insolente, mientras disfruta un metro y setenta y dos centímetros más allá al ver cómo pierdes el control y te dejas vencer por él –por ella- y el pasas la putna de la lengua por el empeine camino de su otra piel, la que mueres por besar, morder, lamer, soplar, observar, lamer, morder, lamer, soplar, soplar, lamer, perderte en ella y abrir tus oídos en la celestial sintonía que exclama, te reclama, te eriza la piel y se pierde y se muere dentro de tu cabeza para resucitar después, cuando menos lo piensas y cuando menos lo quieres: en un ascensor, en una cena de empresa, en tu cama, y te conecta directamente con su recuerdo y no tienes más remedio que volverte a dejar vencer, coger el teléfono y marcar su número para que vuelva a deslizarse por tus sábanas y por tu cuerpo, para que vuelva a sentarse sobre tus rodillas y te mire con esos ojos verdes que te matan, y que te acaricie el pelo, y te sople todo su olor a la cara. Que te niegue los besos apartándose con timidez y falsedad si tú los buscas sin su permiso, y de vez en cuando que te sonría y te diga alguna tontería: ...hazme lo que quieras...; y vuelvas a perder la cabeza y el sentido del tiempo, del espacio, de la responsabilidad, de la culpa... y el dolor como agujas clavándose bien dentro al verla cerrar la puerta por fuera hora y diez minutos después buscando el calor de otro pecho.


Ese es mío,

si quieres ver el tuyo aquí también, mándalo a a.menendezfaya@hotmail.com.




Ah, y poneros guapos, ¡que este mes salimos en la Sexologies!.

No hay comentarios: