sábado, 19 de enero de 2008

Más Lo que los hombres no saben

Él fue su báculo toda la noche. Era una roca servicial, impecable en su profesionalidad y, sin embargo, por momentos, ella no podía evitar verse como una carga para él. Recordarse constantemente a sí misma que le pagaba de su bolsillo no la consolaba gran cosa, pero la ayudaba a pasar los minutos sin querer escapar de su lado o sin querer vaciarse la cartera y poner todo su dinero en aquellas manos divinas que la guiaban y la sostenían, como una necesaria propina que ajustara el precio pagado a su verdadero valor y borrara de paso cualquier resto de bochornosa inferioridad. No es que se sintiera avergonzada por haberlo contratado. Nadie sabía la verdad. Todos la veían acompañada de un hombre joven y apolíneo. Notaba sus miradas y le hacía gracia la situación, aunque le asustaba disfrutar tanto de aquel engaño que sólo ella conocía. No sentía desdoro, ni pudor. La excitación de la osadía era más intensa que el miedo a ser desenmascarada. No sabía qué podía sentir un hombre en una situación pareja, pero sabía que en ella no era presumir o saberse envidiada o poderosa, sino ebria de compañía, la lealtad solvente y probada —aunque sólo fuera por el plazo de una noche— de su acompañante. No era la necesidad de un adorno a su persona ni la prueba ante el mundo de ser amada por alguien socialmente valorado. No sentía resquebrajada o sucia su moral. Lo que sentía era no tener suficiente dinero como para comprarlo eternamente. Lo cierto es que su cuerpo vibraba, aferrada a aquel potente remo humano. Caminaba erguida, y los brazos se le tensaban solos, en un imperceptible movimiento desde la clavícula hacia afuera; aquel alegre arqueado estiraba la piel de forma que hacía brillar sus hombros desnudos con juvenil apariencia. Y cuanto más vibraba la cuerda ósea y muscular, más se hacía presente la sustancia física de que estaba compuesta. Sentía el roce de la ropa, las gomas de su breve tanga se clavaban en la fisura de sus nalgas, y la tela se le había colado en el estrecho canal de la entrepierna; aquel triángulo prieto le presionaba en mitad del pubis a cada paso que daba y la hacía estremecerse poseída por un aliento oculto, íntimo. Tras la euforia de la desfachatez en público, que la embriagaba y la había empujado a invitarlo a subir a su casa al término de la cena, la congoja de estar a solas con él.

Una vez arriba, había empezado el baile sin mediar palabra. Él abrazaba, besaba, intentaba desabrochar o desnudar sin éxito, acariciaba con ordenado mimo las partes de su cuerpo al descubierto. Ella se revolvía, sin saber por qué. No era una resistencia activa, sino un arrastre mental, la demora del no convencimiento íntegro. De pronto se reía sin saber qué hacer, intentando darse tiempo para pensar. Pero cuanto más lo pensaba, una mayor incomodidad se cernía sobre ella. Cuando él había alcanzado su cuello y se lo lamía, y besaba su pequeña oreja, y se la metía en la boca y se la ensalivaba succionando hacia dentro, provocándole un tirante y sostenido latigazo, erizado, como si se la fuera a tragar entera, como si le fuera a sorber el seso, como si estuviera desatascándole el deseo, acumulado por largo tiempo en las cañerías, ella se desatornillaba de él, se arrastraba hacia otro lado, se daba la vuelta y se apartaba, como un niño inquieto que buscase la huida de un abrazo agobiante.



—Te gusta jugar, ¿verdad, princesa? —afirmó él, alegre y confiado, acercándose de nuevo a ella, atándole los brazos a la nuca para desenlazarle el nudo de los tirantes del vestido.




Extracto del cuento

DEJATE HACER

de Lola Beccaria

incluido en el libro

LO QUE LOS HOMBRES NO SABEN

de proxima aparición el

14 de FEBRERO, SAN CALENTIN

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