domingo, 30 de marzo de 2008

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Regalo de cumpleaños, por Rebeca Buendía



Estaba buscando algo en el altillo de la cocina cuando lo oí acercarse por detrás. “ ¿Me lo das ya? Me he portado bien, el día se está acabando...” Su tono era sibilino y lisonjero cuando me puso la mano en la nuca. Esa era la señal. Si aceptaba lo dejaba hacer. Si no, me volvía y me soltaba de él al girarme. Pero me quedé quieta, en silencio, como una gacela con el cuello en las fauces de un león. Su mano hizo un poco más de presión en mi cuello y me llevó dócil, esta vez como un yegua de doma, hasta la alfombra del recibidor. Con firmeza guió mis movimientos de tal modo que pronto quedé arrodillada y con la cabeza hundida hasta el suelo. Luego me soltó. Lo sentí arrodillarse detrás y subirme la manga del pantalón para sacarme las botas. Primero la izquierda y luego la derecha. Lo mismo con las medias. Me rodeó la cintura hasta llegar al botón del pantalón que desabrochó. Bajó el cierre de la cremallera y tiró de pantalones y bragas hacia abajo. Cuando llegó a las rodillas me dio un toquecito en la izquierda para poder pasar el pantalón. Igual con la derecha. Terminó de sacarme los pantalones tirando de las perneras y luego, con un poco de desdén, empujó mi blusa hacia arriba y me acarició el lomo, tranquilizándome, como a un perro inquieto. Volvió a pasar la mano por mi espalda dos o tres veces más. La última dejó caer la mano hasta las nalgas y me metió el pulgar en el culo. Moviéndolo a izquierda y derecha para ir haciendo un poco de sitio pero sin la esperanza de conseguirlo. Yo no debía decir nada, era lo pactado. Luego se movieron dentro de mí índice y corazón con un poco de aceite. Por último, índice, corazón y anular. No le dedicó el tiempo que debía y me envergó sin haber dilatado lo necesario. Mi sumisión y mi mal dilatar eran parte de lo tratado. Se dejó caer dentro como quien se mete en el mar un día de frío, erizado y deseando estar dentro por completo. Cuando lo consiguió me agarró por las caderas y me atrajo hacia sí. Todo el dolor que sentía no era suficiente para acallar las palpitaciones de su polla dentro de mí. Estábamos encajados uno dentro del otro. Luego fue dejándose caer reposadamente sobre mi espalda, acoplándose a ella pero sin dejar que todo el peso de su cuerpo me cayera encima, las manos en el suelo. El pelo le caía a un lado de la cara y tapaba la mía. En aquel momento que se viera o no mi cara carecía de importancia, las sensaciones que pudieran reflejarse en ella no tenían valor y daba absolutamente igual quien yo fuera. Yo no podía gemir, ni chillar, ni murmurar -era lo acordado- mientras él respiraba sonoramente en mi oreja. Permaneció inmóvil hasta que la estrechez que lo enguantaba se distendió un poco y dejó de satisfacerlo. Entonces me susurró al oído: “Lo estás haciendo muy bien” y se irguió para follarme. Yo no existía, no tenía derecho. Debía permanecer en silencio, inmóvil y abandonada para que él se perdiera y volviera a encontrarse cien veces dentro de mi. Era su cumpleaños, el protagonista era él y yo su inanimado regalo. Acariciaba su polla conmigo hasta la pared de su vientre. Los garabatos de sangre que le tatuaban el tronco estaban convenidos, eran parte de la mala dilatación, de mi pequeñez, de su placer y de mi dolor. Con las sucesivas caricias el dolor se fue amortiguando y el placer me iba llegando pero lo mismo que no había podido mostrar mi dolor ahora no podía enseñar mi placer. No podía arquear el lomo como una gata mimosa, ni alzar un poco más la grupa buscando el encuentro. No debía moverme, ni suspirar y si me humedecía debía hacerlo callada, es lo que habíamos negociado. Por el contrario él se movía cada vez más borracho y escandaloso. Bebiendo con ansía de un licor que pronto habría de saturarlo. Cada embestida era un nuevo delirio, un viaje de ida y vuelta a tierra de nadie hasta que vomitó sobre mí todo el placer indigestado y se quedó atrapado allí, en tierra de nadie, deseando no volver jamás. Mitad dentro mitad fuera porque así fue como le vino. Su placer me escurrió por dentro y por fuera sin que pudiera moverme porque tenía el cuerpo agarrotado. El suyo un poco encima del mío sin llegar a tocarse más que lo imprescindible. Volvió lentamente y se deleitó mirando como me había ensuciado, rememorando el placer extinguido. Con el índice y el corazón de su mano derecha recogió el semen que me escurría y me lo llevó a la boca. Me pintó los labios y se tumbó a mi lado para poder limpiarse los dedos en mi lengua. Al sacarlos me restregó la mano en la cara, secándose los dedos al tiempo que me miraba y me devolvía la existencia, mi existencia. Yo seguía en la misma posición, arrodillada, inmóvil y en silencio, pero él ya se había saciado y me empujó suavemente hacia un lado. Me dejé caer, o caí, no lo sé, sobre la alfombra. Ven, dijo, pero fue él quien se acercó. Ven para limpiarte, y empezó a comerme la boca. Me masajeó los brazos y las piernas hasta desentumecerlos. Poco a poco recuperé la movilidad y volvió el dolor.



Gracias, me ha gustado mucho, dijo mientras me besaba la frente.


Recuerda que puedes enviar el tuyo a
a.menendezfaya@hotmail.com

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